LA
MIRADA ANTERIOR
Octavio
Paz
Prólogo
a Las
enseñanzas de Don Juan,
de CARLOS
CASTANEDA.
Hace
unos años me dijo días Michaux: "Yo comencé publicando
pequeñas plaquettes de poesía. El tiro era de unos 200 ejemplares.
Después subí a 2 mil y ahora he llegado a los 20 mil. La semana
pasada un editor me propuso publicar mis libros en una colección que
tira 100 mil ejemplares. Rehusé: lo que quiero es regresar a los 200
del principio." Es difícil no simpatizar con Michaux: más vale
ser desconocido que mal conocido. La mucha luz es como la mucha
sombra: no deja ver. Además, la obra debe preservar su misterio.
Cierto, la publicidad no disipa los misterios y Homero sigue siendo
Homero después de miles de años y miles de ediciones. No los disipa
pero los degrada: hace de Prometeo un espectáculo de circo, de
Jesucristo una estrella de music-hall, de Las meninas un icono de
obtusas devociones y de los libros de Marx objetos simultáneamente
sagrados e ilegibles (en los países comunistas nadie los lee y todos
juran en vano sobre ellos). La degradación de la publicidad es una
de las fases de la operación que llamamos consumo. Transformadas en
golosinas, las obras son
literalmente
deglutidas, ya que no gustadas, por lectores apresurados y
distraídos.
Algunos
desesperados de talento oponen a las facilidades un texto
impenetrable. Recurso suicida. La verdadera defensa de la obra
consiste en irritar y seducir la atención del lector con un texto
que pueda leerse de muchas maneras. El ejemplo mayor es Finnegans
Wake; la dificultad de ese libro no depende de que su significado sea
inaccesible sino de que es múltiple: cada frase y cada palabra es un
haz de sentidos, un puñado de semillas semánticas que Joyce siembra
en nuestras orejas con la esperanza de que germinen en nuestra
cabeza. Ixión convertido en libro, Ixión y sus reflexiones,
flexiones y fluxiones. Una obra que dura -lo que llamamos: un
clásicoes una obra que no cesa de producir nuevos significados. Las
grandes obras se reproducen a sí mismas en sus distintos lectores y
así continuamente. De la capacidad de auto producción se sigue la
pluralidad de significados y de ésta la multiplicidad de lecturas.
Sólo hay una manera de leer las últimas noticias del diario pero
hay muchas de leer a Cervantes. El periódico a hijo de la publicidad
y ella lo devora: es un lenguaje que se usa y que, al usarse, se
gasta que termina en el cesto de basura; el Quijote es un lenguaje
que al usarse se reproduce y se vuelve otro. Es una transparencia
ambigua: el sentido deja ver otros posibles sentidos.
¿Qué
pensará Carlos Castaneda de la inmensa popularidad de sus obras?
Probablemente se encogerá de hombros: un equívoco más en una obra
que desde su aparición provoca el desconcierto y la incertidumbre.
En la revista Time se publicó hace unos meses una extensa entrevista
con Castaneda. Confieso que el "misterio Castaneda" me
interesa menos que su obra.
El
secreto de su origen -¿es peruano, brasileño o chicano?- me parece
un enigma mediocre, sobre todo si se piensa en los enigmas que nos
proponen sus libros. El primero de esos enigmas se refiere a su
naturaleza: ¿antropología o ficción literaria? Se dirá que mi
pregunta es ociosa: documento antropológico o ficción, el
significado de la obra es el mismo. La ficción literaria es ya un
documento etnográfico y el documento, como sus críticos más
encarnizados lo reconocen, posee indudable valor literario. El
ejemplo de Tristes Tropiques -autobiografía de un antropólogo y
testimonio etnográfico- contesta la pregunta. ¿La contesta
realmente? Si los libros de Castaneda son una obra de ficción
literaria, lo son de una manera muy extraña: su tema es la derrota
de la antropología y la victoria de la magia; si son obras de
antropología, su tema no puede ser lo menos: la venganza del
"objeto" antropológico (un brujo) sobre el antropólogo
hasta convertirlo en un hechicero. Antiantropología.
La
desconfianza de muchos antropólogos ante los libros de Castaneda no
se debe sólo a los celos profesionales o a la miopía del
especialista. Es natural la reserva frente a una obra que comienza
como un trabajo de etnografía (las plantas alucinógenas -peyote,
hongos y datura- en las prácticas y rituales de la hechicería
yaqui) y que a las pocas páginas se transforma en la historia de una
conversión. Cambio de posición: el "objeto" del estudio
-don Juan, chamán yaqui- se convierte en el sujeto que estudia y el
sujeto -Carlos Castaneda, antropólogo- se vuelve el objeto de
estudio y experimentación. No sólo cambia la posición de los
elementos de la relación sino que también ella cambia. La dualidad
sujeto/objeto -el sujeto que conoce y el objeto por conocer- se
desvanece y en su lugar aparece la de maestro/neófito. La relación
de orden científico se transforma en una de orden mágico-religioso.
En la relación inicial, el antropólogo quiere conocer al otro; en
la segunda, el neófito quiere convertirse en otro.
La
conversión es doble: la del antropólogo en brujo y la de la
antropología en otro conocimiento. Como relato de su conversión,
los libros de Castaneda colindan en un extremo con la etnografía y
en otro con la fenomenología, más que de la religión, de la
experiencia que he llamado de la otredad. Esta experiencia se expresa
en la magia, la religión y la poesía pero no sólo en ellas: desde
el paleolítico hasta nuestros días es parte central de la vida de
hombres y mujeres. Es una experiencia constitutiva del hombre, como
el trabajo y el lenguaje. Abarca del juego infantil al encuentro
erótico y del saberse solo en el mundo a sentirse parte del mundo.
Es un desprendimiento del yo que somos (o creemos ser) hacia el otro
que también somos y que siempre es distinto de nosotros.
Desprendimiento: aparición: Experiencia de la extrañeza que es ser
hombres. Como destrucción critica de la antropología, la obra de
Castaneda roza las opuestas fronteras de la filosofía y la religión.
Las de la filosofía porque nos propone, después de una crítica
radical de la realidad, otro conocimiento, no-científico y alógico;
las de la religión porque ese conocimiento exige un cambio de
naturaleza en el iniciado: una conversión. El otro conocimiento abre
las puertas de la otra realidad a condición de que el neófito se
vuelva otro. La ambigüedad de los significados se despliega en el
centro de la experiencia de Castaneda. Sus libros son la crónica de
una conversión, el relate de un despertar espiritual y, al mismo
tiempo, son el redescubrimiento y la defensa de un saber despreciado
por Occidente y la ciencia contemporánea. El tema del saber está
ligado al del poder y ambos al de la metamorfosis: el hombre que sabe
(el brujo) es el hombre de poder (el guerrero) y ambos, saber y
poder, son las llaves del cambio. El brujo puede ver la otra realidad
porque la ve con otros ojos -con los ojos del otro.
Los
medios para cambiar de naturaleza son ciertas drogas usadas por los
indios americanos. La variedad del las plantas alucinógenas que
conocían las sociedades precolombinas es asombrosa, del yagé o
ayahuasca de Sudamérica al peyote del altiplano mexicano, y de los
hongos de las montañas de Oaxaca y Puebla a la datura que da don
Juan a Castaneda en el primer libro de la trilogía. Aunque los
misioneros españoles conocieron (y condenaron) el uso de substancias
alucinógenas por los indios, los antropólogas modernos no se
interesaron en el tema sino hasta hace muy poco tiempo. En realidad,
señala Michael J. Harner, "los estudios más importantes sobre
la materia se deben, más que a los antropólogos, a farmacólogos
como Lewin y a botánicos como Schultz y Watson." Uno de los
méritos de Castaneda es haber pasado de la botánica y la fisiología
a la antropología. Castaneda ha penetrado en una tradición cerrada,
una sociedad subterránea y que coexiste, aunque no convive, con la
sociedad moderna mexicana. Una tradición en vías de extinción: la
de los brujos, herederos de los sacerdotes y chamanes precolombinos.
La
sociedad de los brujos de México es una sociedad clandestina que se
extiende en el tiempo y en el espacio. En el tiempo: es nuestra
contemporánea, pero por sus creencias, prácticas y rituales hunde
sus raíces en el mundo prehispánico; en el espacio: es una cofradía
que por sus ramificaciones abarca a toda la república y penetra
hasta el sur de los Estados Unidos. Una tradición sincretista, lo
mismo por sus prácticas que por su visión del mundo. Por ejemplo,
don Juan usa indistintamente el peyote, los hongos y la datura
mientras que los chamanes de Huatla, según Munn, se sirven
únicamente de los hongos. En las ideas de don Juan sobre la
naturaleza de la realidad y del hombre aparece continuamente el tema
del doble animal, el nahual, cardinal en las creencias precolombinas,
al lado de conceptos de origen cristiano. Sin embargo, no me parece
aventurado afirmar que se trata de un sincretismo en el que tanto el
fondo como las prácticas son esencialmente precolombinas. La visión
de don Juan es la de una civilización vencida y oprimida por el
cristianismo virreinal y por las sucesivas ideologías de la
República Mexicana, de los liberales del siglo XIX a los
revolucionarios del XX. Un vencido indomable. Las ideologías por las
que matamos, y nos matan desde la Independencia, han durado poco; las
creencias de don Juan han alimentado y enriquecido la sensibilidad y
la imaginación de los indios desde hace varios miles de años.
Es
notable, mejor dicho: reveladora, la ausencia de nombres mexicanos
entre los de los investigadores de la faz secreta, nocturna de
México. Esta indiferencia podría atribuirse a una deformación
profesional de nuestros antropólogos, víctimas de prejuicios
cientistas que, por lo demás, no comparten todos sus colegas de
otras partes. A mi juicio se trata más bien de una inhibición
debida a ciertas circunstancias históricas y sociales. Nuestros
antropólogos son los herederos directos de los misioneros, del mismo
modo que los brujos lo son de los sacerdotes prehispánico. Como los
misioneros del siglo XVI, los antropólogos mexicanos se acercan a
las comunidades indígenas no tanto para conocerlas como para
cambiarlas. Su actitud es inversa a la de Castaneda. Los misioneros
querían extender la comunidad cristiana a los indios; nuestros
antropólogos quieren integrarlos en la sociedad mexicana. El
etnocentrismo de los primeros era religioso, el de los segundos es
progresista y nacionalista. Esto último limita gravemente su
comprensión de ciertas formas de vida. Sahagún comprendía
profundamente la religión india, incluso sí la concebía como una
monstruosa artimaña del demonio, porque la contemplaba desde la
perspectiva del cristianismo. Pata los misioneros las creencias y
prácticas religiosas de los indios eran algo perfectamente serio,
endemoniadamente serio; pata los antropólogos son aberraciones,
errores, productos culturales que hay que clasificar y catalogar en
ese museo de curiosidades y monstruosidades que se llama etnografía.
Otro
de los obstáculos pata la recta comprensión del mundo indígena, lo
mismo el antiguo que el contemporáneo, es la extraña mezcla de
behaviorismo norteamericano y de marxismo vulgar que impera en los
estudios sociales mexicanos. El primero es menos dañino; limita la
visión pero no la deforma. Como método científico es valioso, no
como filosofía de la ciencia. Esto es evidente en la esfera de la
lingüística, la única de las llamadas ciencias sociales que se ha
constituido verdaderamente como tal.
No
es necesario extenderse sobre el tema: Chomsky ha dicho ya lo
esencial. La limitación del marxismo es de otra índole. Reducir la
magia a una mera superestructura ideológica puede ser, desde cierto
punto de vista, exacto. Sólo que se trata de un punto de vista
demasiado general y que no nos deja ver el fenómeno en su
particularidad concreta. Entre antropología y marxismo hay una
oposición. La primera es una ciencia o, más bien, aspira a
convertirse en una; por eso se interesa en la descripción de cada
fenómeno particular y no se atreve sino con las mayores reservas a
emitir conclusiones generales. Todavía no hay leyes antropológicas
en el sentido en que hay leyes físicas. El marxismo no es una
ciencia, sino una teoría de la ciencia y de la historia (más
exactamente: una teoría histórica de la ciencia); por eso engloba
todos los fenómenos sociales en categorías históricas universales:
comunismo primitivo, esclavismo, feudalismo, capitalismo, socialismo.
El modelo histórico del marxismo es sucesivo, progresista y único;
quiero decir, todas las sociedades han pasado, pasarán o deben pasar
por cada una de las fases de desarrollo histórico, desde el
comunismo original hasta el comunismo de la era industrial. Para el
marxismo no hay sino una historia, la misma para todos. Es un
universalismo que no admite la pluralidad de civilizaciones y que
reduce la extraordinaria diversidad de sociedades a unas cuantas
formas de organización económica. El modelo histórico de Marx fue
la sociedad occidental; el marxismo es un etnocentrismo que se
ignora.
En
otras páginas me he referido a k función de las drogas alucinógenas
en la experiencia visionaria (Corriente Alterna, México, 1967).
Sería una impertinencia repetir aquí lo que dije entonces, de modo
que me limitaré a recordar que el uso de los alucinógenos puede
equipararse a las prácticas ascéticas: son medios predominantemente
físicos y fisiológicos para provocar la iluminación espiritual. En
la esfera de la imaginación son el equivalente de lo que son el
ascetismo para los sentidos y los ejercicios de meditación para el
entendimiento. Apenas si debo añadir que, para ser eficaz, el empleo
de las substancias alucinógenas ha de insertarse en una visión del
mundo y del trasmundo, una escatología, una teología y un ritual.
Las drogas son parte de una disciplina física y espiritual, como las
prácticas ascéticas. Las maceraciones del eremita cristiano
corresponden a los padecimientos de Cristo y de sus mártires; el
vegetarianismo del yoguín a la fraternidad de todos los seres vivos
y a los misterios del karma; los giros del derviche a la espiral
cósmica y a la disolución de las formas en su movimiento. Dos
transgresiones opuestas, pero coincidentes, de la sexualidad normal:
la castidad del clérigo cristiano y los ritos eróticos del adepto
tantrista. Ambas son negaciones religiosas de la generación animal.
La comunión huichol del peyote implica prohibiciones sexuales y
alimenticias más rigurosas que la Cuaresma católica y el Ramadán
islámico. Cada una de estas prácticas es parte de un simbolismo que
abarca al macrocosmos y al microcosmos; cada una de ellas, asimismo,
posee una periodicidad rítmica, es decir, se inscribe dentro de un
calendario sagrado. La práctica es visión y sacramento, momento
único y repetición ritual.
Las
drogas, las prácticas ascéticas y los ejercicios de meditación no
son fines sino medios. Si el medio se vuelve fin, se convierte en
agente de destrucción. El resultado no es la liberación interior
sino la esclavitud, la locura y no la sabiduría, la degradación y
no la visión. Esto es lo que ha ocurrido en los últimos años. Las
drogas alucinógenas se han vuelto potencias destructivas porque han
sido arrancadas de su contexto teológico y ritual. Lo primero les
daba sentido, trascendencia; lo segundo, al introducir períodos de
abstinencia y de uso, minimizaba los trastornos psíquicos y
fisiológicos. El uso moderno de los alucinógenos es la profanación
de un antiguo sacramento, como la promiscuidad contemporánea es la
profanación del cuerpo. Los alucinógenos, por lo demás, sólo son
en la primera fase de la iniciación. Sobre este punto Castaneda es
explícito y terminante: una vez rota la percepción cotidiana
realidad -una vez que la visión de la otra realidad cesa de ofender
a nuestros sentidos y a nuestra razón -las drogas salen sobrando. Su
función es semejante a la del mandala del budismo tibetano: es un
apoyo de la meditación, necesario para el principiante, no para el
iniciado.
La
acción de los alucinógenos es doble: son una crítica de la
realidad y nos proponen otra realidad. El mundo que vemos, sentimos y
pensamos aparece desfigurado y distorsionado; sobre sus ruinas se
eleva otro mundo, horrible o hermoso, según el caso, pero siempre
maravilloso. (La droga otorga paraísos e infiernos conforme a una
justicia que no es de este mundo, pero que, indudablemente, se parece
a la del otro según lo han descrito los místicos de todas las
religiones.) La visión de la otra realidad reposa sobre las ruinas
de esta realidad. La destrucción de la realidad cotidiana es el
resultado de lo que podría llamarse la crítica sensible del mundo.
Es el equivalente, en la esfera de los sentidos, de la crítica
racional de la realidad. La visión se apoya en un escepticismo
radical que nos hace dudar de la coherencia, consistencia y aun
existencia de este mundo que vemos, oímos, olemos y tocamos. Para
ver la otra realidad hay que dudar de la realidad que vemos con los
ojos. Pirrón es el patrono de todos los místicos y chamanes.
La
crítica de la realidad de este mundo y del yo la hizo mejor que
nadie, hace dos siglos, David Hume: nada cierto podemos afirmar del
mundo objetivo y del sujeto que lo mira, salve que uno y otro son
haces de percepciones instantáneas e inconexas ligadas por la
memoria y la imaginación. El mundo es imaginario, aunque no lo sean
las percepciones en que, alternativamente, se manifiesta y se disipa.
Puede parecer arbitrario acudir al gran crítico de la religión. No
lo es: "When I view this table and that chimney, nothing is
present to me but particular perceptions, which are of a like nature
with all the other perceptions... When I turn my reflection on
myself, I never can perceive this self without some one or more
perceptions: nor can I ever perceive anything but the perceptions. It
is the compositions of these, therefore, which forms the self".
Don Juan, el chamán yaqui, no dice algo muy distinto: lo que
llamamos realidad no son sino "descripciones del mundo"
(pinturas las llama Castaneda, siguiendo en esto a Russell y a
Wittgenstein más que a su maestro yaqui). Estas descripciones no son
más sino menos consistentes e intensas que las visiones del peyote
en ciertos mementos privilegiados. El mundo y yo: un haz de
percepciones percibidas (¿emitidas?) por otro haz de percepciones.
Sobre este escepticismo, ya no sensible sino racional, se construye
lo que Hume llama la creencia -nuestra idea del mundo y de la
identidad personal- y don Juan la visión del guerrero.
El
escepticismo, si es congruente consigo mismo, está condenado a
negarse. En un primer memento su crítica destruye los fundamentos
pretendidamente racionales en que descansa nuestra fe en la
existencia del mundo y del ser del hombre: uno y otro son opiniones,
creencias desprovistas de certidumbre racional. El escéptico se
sirve de la razón para mostrar las insuficiencias de la ratón, su
sinrazón secreta. Inmediatamente después, en un movimiento
circular, se vuelve sobre sí mismo y examina su razonamiento: si su
crítica ha sido efectivamente racional, debe estar marcada por la
misma inconsistencia. La sinrazón de la razón, la incoherencia,
aparecen también en la crítica de la ratón. El escéptico tiene
que cruzarse de brazos y, para no contradecirse una vez más,
resignarse al silencio y a la inmovilidad. Si quiere seguir viviendo
y hablando debe afirmar, con una sonrisa desesperada, la validez
noracional de las creencias.
El
razonamiento de Hume, incluso su crítica del yo, aparece en un
filósofo budista del siglo II, Nagarjuna. Pero el nihilismo circular
de Nagarjuna no termina en una sonrisa de resignación sino en una
afirmación religiosa. El indio aplica la crítica del budismo a la
realidad del mundo y del yo -son vacuos, irreales- al budismo mismo:
también la doctrina es vacua, irreal. A su vez, la crítica que
muestra la vacuidad e irrealidad de la doctrina es vacua, irreal. Si
todo está vacío también "todo-está-vacío-incluso-ladoctrina-
todo-está-vacío" está vacío. El nihilismo de Nagarjuna se
disuelve a sí mismo y reintroduce sucesivamente la realidad
(relativa) del mundo y del yo, después la realidad (también
relativa) de la doctrina que predica la irrealidad del mundo y del yo
y, al fin, la realidad (igualmente relativa) de la crítica de la
doctrina que predica la irrealidad de mundo y del yo. El fundamento
del budismo con sus millones de mundos y, en cada uno de ellos, sus
millones de Budas y Bodisatvas es un precipicio en el que nunca nos
despeñamos. El precipicio es un reflejo que nos refleja.
No
sé qué pensarán don Juan y don Genaro de las especulaciones de
Hume y de Nagarjuna. En cambio, estoy (casi) seguro de que Carlos
Castaneda las aprueba - aunque con cierta impaciencia. Lo que le
interesa no es mostrar la inconsistencia de nuestras descripciones de
la realidad -sean las de la vida cotidiana o las de la filosofíasino
la consistencia de la visión mágica del mundo. La visión y la
práctica: la magia es ante todo una práctica. Los libros de
Castaneda, aunque poseen un fundamento teórico: el escepticismo
radical, son el relate de una iniciación a una doctrina en la que la
práctica ocupa el lugar central. Lo que cuenta no es lo que dicen
don Juan y don Genaro, sino lo que hacen. ¿Y qué hacen? Prodigios.
Y esos prodigios ¿son reales o ilusorios? Todo depende, dirá con
sorna don Juan, de lo que se entienda por real y por ilusorio. Tal
vez no son términos opuestos y lo que llamamos realidad es también
ilusión. Los prodigios no son ni reales ni ilusorios: son medios
para destruir la realidad que vemos. Una y otra vez el humor se
desliza insidiosamente en los prodigios como si la iniciación fuese
una larga tomadura de pelo. Castaneda debe dudar tanto de la realidad
de la realidad cotidiana, negada por los prodigios, como de la
realidad de los prodigios, negada por el humor. La dialéctica de don
Juan no está hecha de razones sino de actos pero no por eso es menos
poderosa que las paradojas de Nagarjuna,
Diógenes
o Chuang-Tseu.
La
función del humor no es distinta de la de las drogas, el
escepticismo racional y los prodigios: el brujo se propone con todas
esas manipulaciones romper la visión cotidiana de la realidad,
trastornar nuestras percepciones y sensaciones, aniquilar nuestros
endebles razonamientos, arrasar nuestras certidumbres -para que
aparezca la otra realidad. En el último capítulo de Journey to
Ixtlán, Castaneda ve a don Genaro nadando en el piso del cuarto de
don Juan como si nadase en una piscina olímpica. Castaneda no da
crédito a sus ojos no sabe si es víctima de una farsa o si está a
punto de ver. Por supuesto, no hay nada que ver. Eso es lo que llama
don Juan: parar el mundo, suspender nuestros juicios y opiniones
sobre la realidad. Acabar con el "esto" y el "aquello",
el sí y el no, alcanzar ese estado dichoso de imparcialidad
contemplativa a que han aspirado todos los sabios.
La
otra realidad no es prodigiosa: es. El mundo de todo los días es el
mundo de todos los días: ¡qué prodigio! La iniciación de
Castaneda puede verse como un regreso, guiado por don Juan y don
Genaro -ese Quijote y ese Sancho Panza de la brujería andante, dos
figuras que poseen la plasticidad de los héroes de los cuentos y
leyendas- el antropólogo desanda el camino. Vuelta a si mismo, no al
que fue ni al pasado: al ahora. Recuperación de la visión directa
del mundo, ese instante de inmovilidad en que todo parece detenerse,
suspendido en una pausa del tiempo. Inmovilidad que sin embargo
transcurre -imposibilidad lógica pero realidad irrefutable para los
sentidos. Maduración invisible del instante que germina, florece, se
desvanece, brota de nuevo. El ahora: antes de la separación, antes
de falso-overdadero, real-o-ilusorio, bonito-o-feo, bueno-o-malo.
Todos vimos alguna vez el mundo con esa mirada anterior pero hemos
perdido el secreto.
Perdimos
el poder que une al que mira con aquello que mira. La antropología
llevó a Castaneda a la hechicería y ésta a la visión unitaria del
mundo: a la contemplación de la otredad en el mundo de todos los
días. Los brujos no le enseñaron el secreto de la inmortalidad ni
le dieron la receta de la dicha eterna: le devolvieron la vista. Le
abrieron las puertas de la otra vida. Pero la otra vida está aquí.
Sí, allá está aquí, la otra realidad es el mundo de todos los
días. En el centro de este mundo de todos los días centellea, como
el vidrio roto entre el polvo y la basura del patio trasero de la
casa, la revelación del mundo de allá. ¡Qué revelación! No hay
nada que ver, nada que decir: todo es alusión, seña secreta,
estamos en una de las esquinas del cuarto de los ecos, todo nos hace
signos y todo se calla y se oculta. No, no hay nada que decir. Alguna
vez Bertrand Russell dijo que "la clase criminal está incluida
en la clase hombre". Uno podría decir: "La clase
antropólogo no está incluida en la clase poeta, salvo en algunos
casos." Uno de esos casos se llama Carlos Castaneda.
Octavio
Paz
Cambridge,
Mass.,
15
de septiembre de 1973.